viernes, 21 de agosto de 2015

Mi primera vez en Berlín


No vayamos a pensar mal del título de la entrada que acabamos de empezar, eh.


¡Holaholita, viajeritos! 


Vengo a contaros mi primera vez en Alemania, mi llegada, mi 'ay verás que me pierdo y me convierto en aquella belga que se fue a Zagreb sin querer por un error del GPS'.

El caso es que, para empezar, volaba en avión. Y diréis... Pues la cosa esa grande con alas, ¿no? Sí, un avión. Todos hemos visto un avión y sabemos lo que es. De pequeños nos daban la comida en avión, ¿recordáis?



(Ya sí, ahora diréis que se os ha olvidado.)



Yo he montado en avión, sola y no he muerto (nunca viajé en septiembre). El caso es que por cosas de la vida -como mi perroflautismo, mi escasa economía y mi serio trastorno por colarme en todos los trenes que me encuentro-, llevaba unos 4 años sin viajar en avión. Nada dramático porque he estado viajando pero a mi manera, un poco a lo Julio Iglesias pero sin yate y con muchos menos rayos UVA.

Total que esta vez viajaba con mi adorable chinita (adorable cuando no tiene hambre, que es básicamente a todas horas). El problema llegó cuando antes de montarme, ya en cola y después del riguroso ritual de selfies (con gorra, sin gorra, con gorra, sin gorra, -repetidlo en voz alta muchas veces-) para publicar en todas las redes sociales que nos íbamos de viaje, yo toda ingenua, le pregunté:

- Oye, tía, ¿los billetes?

- Tía, o sea hice ayer el check-in online para pasar por el escáner con un BIDI. 

Y se quedó tan ancha.

- Ahh. No, pero yo te pregunto por los billetes.

-yo intentaba hacerme entender-



No sabía de lo que me estaba hablando. Ella se reía de mí y yo, que podría llamarme Maricarmen y pasarme la vida sentada al fresco en el pueblo jugando al parchís y criticando faldas cortas, me siento mucho más segura con papeles físicos -de esos que se pueden tocar, palpar y fumar- en la mano. Además, estaba segura de que ese mecanismo tecnológico, por pura probabilidad, lo había inventado un primo suyo.

El caso es que ya allí, puestas en faena, el famoso código no descargaba. Y a mí, que por lo general soy fuente y meca del pasotismo, se me empezaba a hinchar la vena como para salir en el próximo spot de Jata.

Al final descargó y en realidad tampoco hubo drama, porque a pesar de nuestro afán por colocarnos las primeras en la cola en un arranque de responsabilidad manifiesta, éramos clase D (la última y porque no había Z) así que tuvimos que ir dejar pasando a media Alemania delante nuestra (porque, aunque ya viaje otra vez en avión, se conoce que sigo siendo pobre).

En nuestra defensa diré que no fuimos las únicas porque a la loca le pasó lo mismo. La loca era, pues eso, una loca que se iba a emigrar a la aventura y la que, de verdad, merece tres entradas aparte para ella sola en este blog. Hasta quedamos para irnos a un festival gratuito en Alemania con ella que seguro que solo existía en su imaginación pero, ahora que lo pienso, no sé ni cómo se llama. Y allí estábamos las tres -la loca, la china y yo-, viendo como una raza superior pasaba por delante nuestra (aunque luego seguro que llegarían a sus casas alemanas con césped alemán hablando de la amabilidad desinteresada de las españolas mientras se echan aftersun).

Por fin llegó nuestro turno, me sentía orgullosísima de que el mecanismo funcionara y haber sido capaz de hacerlo yo solita, 


-igual que el día que haces tus primeros macarrones-


Para que luego digan que la UMA no vale para nada, un Máster y ya soy capaz de enseñarle la pantalla de mi móvil a un escáner. Hasta que, por fin, nos sentamos en el avión -con el correspondiente gordo de rigor a nuestro lado-.


Despegamos.